domingo, 19 de febrero de 2017

Capítulo 1 (Maldición de Invierno)

Tuvo que empujar la puerta con todas sus fuerzas para conseguir cerrarla. Por fin había llegado a casa. Y aunque el frío siguiera calándole hasta los huesos, al menos había conseguido refugiarse del viento huracanado.
¿Cómo era posible una nevada así a principios de septiembre? Después de todo, vivían en una pequeña ciudad en la que nunca pasaba nada fuera de lo normal. Ni siquiera había granizado nunca allí.
Laila se quejó para sí misma cuando vio su mal aspecto reflejado en el espejo de la entrada. Su larga melena castaña, que normalmente dibujaba unas ondas perfectas, ahora estaba desordenada y encrespada, llena de pequeñas motitas blancas. Pequeños copos de nieve que, a primera vista, habrían dado un aspecto de suciedad. Agradeció en silencio la oscuridad que había en aquella pequeña habitación, que solo la permitía distinguirse a sí misma en tonos ocres y grises. Lo suficiente para ver su remarcado ceño fruncido, y una penetrante mirada oscura de insatisfacción.
–Laila, ¿estás ahí? – La distante y ronca voz de su abuela la sacaron de su ensoñación. – ¿Laila? – Repitió.
–Sí, abuela, acabo de llegar. – Respondió mientras abandonaba la entrada, dejándose llevar por la voz de la mujer.
–¿Podrías venir a ayudarme?
La grave voz de su abuela la guió a la segunda planta. Habría sido más rápido de vivir en una casa más pequeña.
"¿Para qué necesitamos tanto espacio si solo vivimos aquí dos personas?", se preguntaba en ocasiones, sobre todo cuando tenía que encargarse de limpiar habitaciones frías y vacías en las que nunca tenía la necesidad de entrar. Habitaciones que carecían de esa vida que tienen aquellas que pertenecen a alguien. Aquellas que desprendían una especial calidez humana.
Después de subir dos escaleras de incontables peldaños de mármol, encontró por fin a su abuela, luchando contra el viento para conseguir cerrar una ventana. Con tan solo dos zancadas tomó el lugar de la anciana, y con un empujón consiguió lo que a la mujer le estaba llevando tanto esfuerzo. Había vuelto a estar en contacto con el viento tan solo unos pocos segundos. Lo suficiente para terminar con la piel helada, y la cara y la ropa llenas de trocitos de hielo.

Rodeaba con sus alargados dedos una taza de té caliente, absorbiendo así el calor que desprendía la porcelana. Su tez y sus mejillas, que normalmente tenían un color algo rosado, estaban más pálidas que de costumbre. Mientras tanto, observaba el ritmo dinámico con el que su abuela recorría la casa haciendo labores. A sus casi ochenta y cuatro años, era una señora de limitada estatura y cortas piernas que podría seguir perfectamente el paso de un muchacho joven y alto, como lo era su otro nieto, el hermano de Laila. Tenía una abundante melena sin fin que siempre recogía hábilmente con un palillo en un roete gris, y unos brillantes ojos grises que reflejaban tanta vitalidad como los de un niño ilusionado.
–¿No has notado nada extraño? – Le dijo mientras se sentaba a su lado, después de amontonar las cacerolas en una esquina de la encimera.
–Dejando aparte el detalle de este tiempo apocalíptico en pleno verano, todo parece estar como siempre. – Sus hombros se encogieron debajo del grueso chaquetón.
–No es solo una ventisca, está pasando algo más.
–Abuela, deja de decir estas cosas o empezaré a pensar que estás enloqueciendo. – Hizo una pausa para tomar un sorbo de té, que pasó caliente por su garganta. – Vivimos en el mundo real.
–¡Ah!, es una pena, estas nuevas generaciones no me toman en serio. Tu hermano tampoco lo hizo nunca. Menos mal que aún hay gente que piensa que soy algo más que una vieja chiflada.
–¿Y qué es eso que según tú está pasando? Sorpréndeme. – Soltó en vaso sobre la mesa y dejó que su mirada se perdiera en el humo que el té caliente desprendía, mientras esperaba una respuesta. Con frecuencia, su abuela solía hablar sobre sucesos sobrenaturales. Sucesos que le resultaban imposibles de creer.
–No sabría decirte con exactitud, pero es algo que nunca antes había llegado con tanta fuerza.
"Algo que nunca antes había llegado con tanta fuerza". Esas palabras desconcertaron a Laila y resonaron en su mente durante unos minutos. Ni siquiera después de darle un centenar de vueltas le encontró el sentido. Pero no tardó demasiado en olvidarse del tema. Continuó observando las formas que dibujaba el humo, hasta que consiguió perderse en él.
Unos golpes que alguien dio en la puerta de la entrada la sacaron con brusquedad de su mundo interior lejano. Su abuela se levantó a abrir, y en cuestión de segundos su casa se encontraba llena de desconocidos. Nada nuevo para ella. Habitualmente muchas personas de la pequeña ciudad en la que vivían, y de los pueblos que la rodeaban, acudían a su abuela en busca de ayuda "esotérica". O de "un fantasioso empujoncito para sus problemas", como Laila lo llamaba.
Se levantó de un salto y se dirigió a su cuarto, antes de que su abuela comenzará a leer el futuro de desconocidos en las cartas, cosa que para ella no tenía sentido. ¿Cómo te va a decir un simple trozo de papel con dibujos lo que solo tú mismo te vas a buscar? Para ella, creer en eso era como creer en el destino, y ambas cosas le parecían absurdas. Sin embargo, era el trabajo de su abuela lo que la había mantenido durante casi toda su vida, hasta que su hermano encontró trabajo en Inglaterra y con regularidad mandaba algún que otro sobre con dinero.
¿Por qué toda esa gente seguía yendo a una consulta esotérica en pleno siglo XXI? Y es que, su abuela no solo veía el futuro en las cartas, también recurrían a ella en busca de hechizos. Algunas eran niñas de no más de quince años que querían que un chico se enamorara de ellas, y su abuela cedía y lo hacía. Laila no sabía mucho sobre esos temas, pero siempre había tenido la certeza de que eso supondría entrar en la magia negra.
Al entrar en su cuarto, vio en el calendario que estaba colgado en la pared que aquel día estaba señalado, lo que le recordó algo que le quitó de la cabeza aquellos ilógicos pensamientos.
–¿Magia? Esto es el mundo real, y en el mundo real, ¡hoy llega mi hermano de Inglaterra! – Casi derrama una lágrima al escucharse a sí misma diciendo eso. Había echado tanto de menos al chico durante los últimos dieciséis meses que no se podía creer que por fin iba a volver a verlo.

Miró el reloj y se dio cuenta de que aún faltaban unas dos horas para que el avión llegase, pero estaba tan nerviosa que necesitaba salir ya para el aeropuerto, necesitaba matar el tiempo. Se quitó las gastadas zapatillas que llevaba y las cambió por unas botas marrones que no dejaban pasar ni un mililitro de agua. Cogió un característico bolso blanco, que tenía un extraño estampado tropical, y se lo colgó de los hombros.
Salió corriendo de su cuarto, tan rápido como sus piernas se lo permitieron. Las escaleras parecían no tener fin. Cuando por fin llegó abajo, su abuela le cortó el paso.
–¿Dónde vas con este tiempo? – Apoyó una de sus huesudas manos sobre la barandilla. Cuando fruncía el ceño, sus ojos grises se quedaban casi escondidos debajo de la piel arrugada.
–¿No deberías seguir atendiendo a tus clientas?
–¿Dónde? – Insistió.
–¿Te acuerdas de tu otro nieto? – Intentó pasar por el hueco que quedaba libre, pero la mujer lo cubrió en seguida con su cuerpo. Laila estaba comenzando a desesperarse. – Pues hoy vuelve.
–¿Te importaría parar de responder a mis preguntas con más preguntas?. – De repente, sin decir nada más, se dio media vuelta y fue hacia la cocina. Laila dio dos pasos sin hacer nada de ruido, dispuesta a aprovechar la distracción. – ¡No te muevas! – Gritó la anciana.
"¿Cómo puede saber que me he movido habiendo varios muros entre nosotras?" Pensó.
La abuela llegó en seguida con un collar en su mano. Este tenía una perla redonda de un brillante color verde esmeralda, sujeta por una cadena de cuero marrón. Se apreciaba a simple vista que era una piedra natural. A pesar de tener una superficie irregular y algunos arañazos, a Laila le pareció preciosa.
–Esto te ayudará a reconocer las malas presencias... Espero que sepas alejarte de ellas. – Dejó que su nieta la observara durante algunos segundos más. – ¿Me prometes que lo llevarás?
–¿Lo dices por la nevada? Es raro en estas fechas, pero es algo natural. – Encogió los hombros, con una expresión despreocupada.
La anciana entrecerró los ojos, y dio un largo y gélido suspiro, que revolvió el cabello de la chica. Poco después, todas las puertas y ventanas de la casa se cerraron dando un portazo. Laila no era de esas que se asustaban con facilidad, pero aquella vez no pudo esconder que aquel estruendo la había pillado por sorpresa. Había sido el viento, eso era todo.
–¿Quieres salir? – Puso el collar ante sus ojos. – Pues hazme caso.
Laila se giró y se sujetó el pelo mientras su abuela le abrochaba el colgante.
–Puedes convencerme de llevarlo, pero no puedes obligarme a creer en tus ayudas esotéricas.
–Ponme a prueba – bromeó.
Se miró en el espejo de la entrada antes de salir. Aunque la pequeña habitación continuaba a oscuras, la piedra del collar brillaba por sí misma. Desprendía una luz verde que hacía que se reflejaba sobre la palidez de su piel con facilidad, a la vez que resaltaba el negro de sus ojos. En realidad, le gustaba la forma en la que aquella esfera se ajustaba entre el hueco de las clavículas. Se percató de que su abuela seguía observándola.
–Supongo que no está tan mal. – Se encogió de hombros. – Gracias.
Y en cuanto la mujer se marchó, salió corriendo de la casa, caminando contra el frío y fuerte viento, que iba siempre en su contra.


Aparcó su moto en frente del aeropuerto antes de entrar. Aquel lugar era casi tan grande y espacioso como un centro comercial. En la entrada había una cafetería, una tienda de souvenirs y otra con cosas esenciales para los viajeros despistados que se las olvidaran en casa, y que aprovechaban para vender a precio de oro.
Aún quedaba media hora para que el avión de su hermano llegara, así que entró en la gran tienda de souvenirs para hacer tiempo. De casualidad encontró pulseras con grabados, y en una de ellas ponía sobre una placa de metal; "eres mi hermano favorito". No es que tuviera más hermanos, de hecho, Erik era el único que tenía, pero aun así le pareció perfecta.
Los veinticinco minutos restantes los pasó sentándose y levantándose de sitios apartados, sin poder estar más de medio minuto quieta.
"El avión procedente de Inglaterra está a punto de aterrizar." – Dijo de un momento a otro una voz aguda, envuelta por una música simple y corta, parecida al sonido de un xilófono.
Después de la media hora más larga de su vida, parecía imposible que hubiera sonado por fin ese esperado mensaje. Aminoró el paso para dejar atrás cuanto antes el olor a café, las conversaciones en varios de idiomas diferentes y los mostradores de información, con colas infinitas de personas llenas de dudas y quejas.
A través de las puertas de cristal vio como aterrizaba el avión. Dentro de él, en algún asiento concreto, estaría su hermano, deseando de bajar a tierra firme, de pisar la que era su tierra.
"¿Tendrá él las mismas ganas de verme a mí?" Se preguntó Laila a sí misma.
Se abrieron las puertas, y cientos de pasajeros bajaron por la eterna escalera. Lo buscó desesperadamente con la mirada, pero no consiguió encontrarlo. Todo pareció pasar a cámara lenta, sin embargo, no pasaron más de diez minutos hasta que los primeros empezaron a entrar por las puertas de cristal, frente a las que ella se hallaba esperando. Comenzó a notar la presión de los pasajeros pasando con fuerza por su lado, la calidez de sus cuerpos, sus exhalaciones, y un olor a menta, café, y tabaco.
Se llevó algunos pisotones y empujones, y no era de extrañar, pues era como un obstáculo para los pasajeros. Pero aquello no le impidió a Laila seguir en medio del gentío. Ni siquiera le importó ser engullida por la multitud.
Después de esperar unos minutos en la misma situación, sin ver llegar a su hermano, comenzó a caminar a contracorriente, sin saber bien lo que estaba haciendo.
¿Pretendía ir ella misma al avión y encontrarlo allí?
Pero de un momento para otro, alguien la agarró del brazo y tiró de ella, sacándola con dificultad de la multitud.
Y ese alguien era él.
Aquel que un día fue un niño revoltoso que la hacía de rabiar. Aquel que un día cambió sus soldaditos de juguete por maletas cargadas de ropa. Un niño de ahora veinte años. Metro ochenta y cinco, de constitución delgada pero con anchas espaldas, y un cabello negro y desaliñado que debía llevar varios meses sin cortar. Sus ojos azules la miraron fijamente hasta que ella se lanzó sobre él y lo envolvió en un fuerte abrazo. Él hizo lo mismo.
–¡Por fin!¡Por fin estás aquí! – Lo abrazó con más fuerza. – No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos.
–Yo a ti también, pequeñaja.
–Ay madre... –Laila se separó de él. Tenía una mirada de preocupación en su rostro.
–¿Qué es este colgante? – Dijo mientras sostenía la piedra entre las yemas de sus dedos.
Su luz verde se reflejaba de una forma espectacular sobre sus ojos azules. Era como estar viendo una tormenta de colores.
–La abuela no te habrá comido la cabeza con sus cuentos, ¿verdad?
–Erik, he olvidado mis cosas en alguna parte...
El chico abrió la boca, pero la cerró antes de decir algo que hubiera podido desanimar a su hermana. Aunque era muy obvio que con tanta gente moviéndose por aquel lugar, alguien las habría cogido.
–Yo... Voy a ver si las veo. –Se giró y salió corriendo, dejando a su hermano atrás.
Estaba más preocupada por haber perdido el regalo que tenía para su hermano, que por los cascos de la moto. Miró en cada sitio en el que había estado, sorprendiéndose a sí misma de ser capaz de recordarlos todos. Preguntó a algunas personas que había cerca, para lo cual tuvo que hacer uso de sus leves conocimientos en francés y alemán. Nadie había visto nada. Y tampoco estaban en objetos perdidos.
–¿Qué has perdido? – Su hermano se abrió paso entre la multitud para seguirla.
–Los cascos de la moto y... otra cosa... –Dijo mientras seguía buscando con la mirada. –Oh, Dios, soy un completo desastre.
–Menos mal que siempre llevas la cartera en los bolsillos. No te preocupes, seguro que...
–¿Eres tú la que se ha ido olvidando la cabeza por ahí? – Lo interrumpió una voz grave y fuerte. Una voz que, en cualquier otra circunstancia, le habría parecido atractiva, reconfortante. Laila dio media vuelta y se encontró con un chico que físicamente resultaba muy llamativo. Pelo de un dorado muy claro, piel muy pálida y unos ojos grises fuera de lo común. Tenía una nariz alargada y una cara fina, con el mentón muy pronunciado. Le pareció más alto que su hermano, aunque desde su perspectiva de metro sesenta y cinco, casi todos los chicos de la ciudad le parecían altos.
–Supongo que sí eres tú. – Sostenía en su mano derecha la bolsa de la tienda de souvenirs, y los cascos colgaban de sus antebrazos.
–Eh, cuida el tono con el que le hablas a mi hermana. – Intentó ponerse delante de Laila, pero esta no lo dejó.
–Ey, no importa – Dijo. Ella también se había dado cuenta de que aquel chico desprendía prepotencia por los cuatro costados.  – Sí, soy yo, gracias. – Al coger sus cosas rozó la mano del chico, y esta le devolvió un tacto parecido al de un cubo de hielo. El frío de su piel la dejó paralizada por un momento. Fueron tan solo unos segundos, los suficientes para que ambos se miraran a los ojos y compartieran en silencio un mismo presentimiento. Hasta que él acabó con la rigidez de la situación al romper el contacto visual, para encontrar con la mirada aquel brillo verde que colgaba del cuello de la chica.  Sus ojos grises adoptaron por completo el color de la perla, como si fueran tan moldeables como el hierro ardiente.
–Laila, vámonos, este tío me da mala espina – Le susurró a su hermana sin quitar sus ojos de encima del desconocido.
–Me alegra haberte sido de ayuda. – Dijo. Las palabras no salieron con fluidez de sus labios, pero era obvio que él había querido que fuera así. Y se dio media vuelta, poniendo el punto final a una desafortunada coincidencia.
Laila permaneció inmóvil mientras veía marchar a aquel prepotente desconocido. Todavía podía sentir como una oleada de frío helado se extendía hasta alcanzar todos los nervios de su cuerpo. 

Maldición de Invierno (Prólogo)

Corría el año 1850. Recuerdo que fue el invierno más duro que había vivido hasta entonces en mi ciudad natal, Nueva York.

Por aquel entonces yo aún vivía con mi madre y mis dos hermanos. Éramos lo que se entiende por la típica familia americana, en resumidas cuentas. Todo era normal hasta que mis hermanos enfermaron gravemente de cólera, y mi madre me echó de casa para evitar que yo también me contagiara. Estaba solo, sin dinero, ni un techo que me resguardara del frío. Pero tuve suerte, porque al día siguiente encontré un trabajo en un hotel. Aunque no estaba bien pagado, al menos me permitieron quedarme allí el tiempo que fuera necesario.
Madre me prohibió volver hasta que la enfermedad hubiera abandonado aquella casa, pero yo sabía que me necesitaban. Mis hermanos enfermos, mi madre cuidando de ellos y mendigando para conseguir las medicinas... Ya no había nadie que llevara comida a esa casa. Y solo de pensarlo se me encogía el corazón.
Por eso comencé a hacer visitas nocturnas a la cocina. En mitad de la noche me levantaba, iba en silencio hasta la habitación y llenaba un saco beige con el pan que había sobrado aquel día, uno o dos botes de leche, y alguna que otra fruta. Después de eso, iba a casa y dejaba allí la comida mientras todos dormían. Y así pasaron días, e incluso semanas, hasta que una noche, cuando estaba regresando al hotel, me di cuenta de que unos hombres me habían estado siguiendo. Se me echaron encima de improvisto, y me golpearon hasta dejarme en algún punto entre la vida y la muerte. No podía moverme, era media noche y las calles seguirían solitarias durante al menos tres horas más, así que di por hecho que aquella sería mi última noche.
Pero no pasó mucho tiempo hasta que una silueta se acercó corriendo a mí. Alguien debía de haber escuchado el jaleo de la pelea. Y pensé que venía a ayudarme.
Una idea que me duró pocos segundos en la cabeza, cuando un destello plateado me sacó de dudas; su puño agarraba con fuerzas una larga daga.
No, no había venido a salvarme. Estaba allí para rematarme.
La sombra se fue haciendo cada vez más nítida, y el arma estaba cada vez más cerca de mí. Esos segundos se convirtieron en una eternidad. Intenté moverme, pero mi cuerpo no respondía. Era como estar dentro de una cárcel.
Sus pies ya estaban justo en frente de mi cara. Y cerré los ojos, con el único deseo de que todo aquello se terminara lo más pronto posible. Y entonces, la punta de la daga se clavó en mi espalda, para abrirse paso entre la carne, los músculos y los huesos con los que se fue encontrando. Hasta que acabó con toda esa capa que se unía con una misma causa: Proteger al corazón.
Todo mi cuerpo ardía de dolor. A aquellos niveles era imposible que continuara consciente. Pero estaba ocurriendo.
Y en ese momento, el arma atravesó mi corazón con su puntiaguda y afilada hoja de hierro.
Cerré los ojos y seguí esperando. Todo tenía que estar a punto de terminar.
Y entonces, mi vida, tal y como había sido hasta ese momento, llegó a su fin.