sábado, 10 de junio de 2017

CAPÍTULO 2 (1/2)

Seis de la mañana. Como llevaba haciendo desde hacía varios meses, se puso una sudadera ancha y unas Nike que ya estaban bastante gastadas, pero que aún conservaban su comodidad. Y, con los cascos puestos, salió de casa dispuesta a correr por su ruta de siempre. Siempre había pensado que correr era una tontería, que no tenía sentido hacerlo sin una meta. Pero ahora tenía una: despejarse.

No tenía claro lo que quería hacer con su vida, y sus condiciones económicas la ponían en una situación aún más difícil. “¿Qué es lo que me gusta tanto como para dedicarme a ello para siempre? O mejor dicho, ¿qué es lo que puedo permitirme hacer?”
Eran las preguntas que bombardeaban su cabeza constantemente desde que empezó su último año de instituto. Pero todo eran limitaciones. Vivía en un pueblo más bien grande, perdido en la nada. Allí no había universidades y apenas se planteaban opciones para ayudar a la gente que se encontraba en su situación. No podía permitirse ir afuera a estudiar, aunque ni siquiera sabía lo que hacer. No había encontrado nada que la apasionara realmente.

Vivía a las afueras, a una media hora de la ciudad en coche. Había una larga
carretera recta que conducía hacia ella sin pérdidas. Estaba envuelta por un bosque de frondosos pinos verdes, que ahora estaban cubiertos por un manto de nieve. Estar allí era como ver una de esas postales navideñas.

–¡Lailaaa! – Alina, su mejor amiga, le quitó los cascos– Llevo un rato detrás tuya
llamándote. ¿Cuándo te has vuelto tan rápida? Alina, como pocas chicas del pueblo, tenía el pelo muy oscuro y siempre lucía un particular bronceado natural que resaltaba aún más sus grandes ojos verdes. Era alta y delgada, con un cuerpo esbelto y bien definido, y unas bonitas piernas alargadas. Con aquel moño mal hecho, una sudadera
roja ajustada y sus zapatillas amarillas, parecía una modelo de revista deportiva. Laila no podía evitar envidiar esa luz que su amiga desprendía siempre, esa bonita cara de muñeca que lucía bien con todo.
–Lo siento, estaba pensando en mis cosas. ¿Sabes ya lo que vas a hacer este año?
–Aún no – Dijo con un tono apagado, apartando la mirada – Y tú, ¿qué piensas hacer?
–Ya lo sabes.
–¿Sabes esas veces en las que tienes una oportunidad delante, pero eres incapaz de verla? Pues cuando he salido de casa para correr, he visto aquel antiguo local que está al lado de mi casa reformado. – Comenzó a decir.
–No te sigo. – Cuando giró el rostro para mirarla el pelo se le pegó a la cara. Se lo apartó con torpeza.
–He entrado por curiosidad, y resulta que... tu padre es el dueño.
–¡¿Qué?! No, Alina, eso no puede ser. Mi padre hace años que se marchó.
–Y bueno, cuando me vio me dio un mensaje para ti, dijo que le gustaría mucho que fueras a verlo y hablaras con él. – Continuó como si Laila no la hubiera interrumpido.
–¿Cómo sabe que somos amigas?
–Vamos, Laila, es un pueblo, casi todo el mundo se conoce.
–¿Y por casualidad no te ha dicho por qué ha vuelto?
–Eso es algo que le corresponde a él decírtelo.
Y continuaron corriendo sin decir nada más. Laila dejó que sus piernas la guiaran mientras pensaba en su padre. ¿Qué podría ser lo que lo había traído de vuelta a la ciudad? Tenía muy claro que ella no podía ser una de esas razones. ¿Qué clase de padre desaparece y se olvida por completo de su hija? Desde luego no uno que vuelve años después con remordimientos.
Habría puesto la mano en el fuego al decir que su padre no la quería, pero no podía negar que a Erik sí. Al fin y al cabo, ellos mantenían el contacto, como dos amigos distanciados que se interesan por el otro muy de vez en cuando.


Erik conducía su viejo coche azul, con Laila a su lado. Él puso el disco de los Guns n'Roses que llevaba años guardado en la guantera.

–¿Estás segura de que quieres venir?– Erik le lanzó una mirada a la vez que conducía.
–Como me lo piense una vez más vas a tener que dar la vuelta y dejarme en casa.

Laila admiraba y confiaba en su hermano mayor como nunca lo había hecho nadie, de
hecho, lo consideraba su mejor amigo. Y él siempre había estado pendiente de que ella fuera feliz.Se había pasado toda la mañana tratando de convencerla de darle una oportunidad a su padre, y ella, no muy convencida, cedió por él, ese chico mayor que siempre había estado ahí cuando lo había necesitado.

Erik apartó una de sus delicadas manos del volante para pasar buscar una canción.

–Sweet Child O'Mine. – Dijo Erik con una perfecta pronunciación. Vio a Laila sonreír por el rabillo del ojo. – La escuchaba en Inglaterra cuando te echaba de menos.
–Yo también te he echado mucho de menos.
–Pensé que te perdería yéndome tan lejos, que nada volvería a ser lo mismo... Pero todo
sigue exactamente igual. Y no hay nada que me haga más feliz.
–Ojalá no tuvieras que volver a irte.

Paró el coche justo en frente de la nueva cafetería de su padre. Tan solo eran las nueve y ya estaba empezando a oscurecer. El cielo tenía algunos todos malvas que se reflejaban perfectamente en el cristal del escaparate del local. Desde afuera parecía bastante grande. Tenía un gran letrero luminoso en el que ponía “Zebra's”, con una tipografía bastante simple, pero llamativa.

Cuanto más se acercaban, más alta escuchaban la música, y centenas de conversaciones diferentes que se mezclaban en un simple ruido inteligible.

–¿Zebra's? Esto tiene que ser una broma. – Laila se vio reflejada en el cristal de la puerta de la entrada.

“¿Esto es real?” se preguntó a sí misma, mirando directamente a los ojos oscuros de aquella chica asustada.

–¿Estás segura de esto? No tienes por qué hacerlo – Le preguntó su hermano con
comprensión por vigésima vez.
–No me cuadra.
–No estudies las cosas desde afuera, deja que sucedan – La cogió de la mano con delicadeza, transmitiéndole su calidez. Lo que la trasladó a su niñez por unos segundos. La presencia de su hermano cerca siempre la había hecho sentir más segura.
–¿Hasta qué punto puede llegar a ser algo de surrealista? – Suspiró.

Erik respondió con una risa suave.

Él se adelantó y abrió la puerta del local, recibiendo directamente el fuerte sonido de la
música, entremezclado con las conversaciones del gentío. Nada más entrar, vieron a un grupo tocando en directo sobre un pequeño escenario, en el que entraban los cinco componentes a duras penas. Los iluminaban algunas luces aleatorias que surgían del techo, resaltando la oscuridad en la que se sumía el ala oeste de la cafetería, donde también se encontraba la infinita barra de un tono marrón cálido, rodeada por sillas metálicas alargadas, con un estampado de cebra en el asiento. A simple vista, no parecían nada cómodos. El resto del local estaba lleno de mesas rodeadas de sillas
parecidas a las anteriores, aunque bastante más bajas. Excepto las mesas que estaban al lado de la pared, esas estaban rodeadas por sofás con estampados de cebras que sobresalían del muro.

–Tengo que reconocer que papá tiene buen gusto, ha sabido como montárselo. –Erik rompió el hielo.
–¿Papá? ¿Perdona? – Se sentía tan rara cuando oía esa palabra en su propia voz.

Había una silueta solitaria detrás de la barra del bar que pasaba desapercibida en la
oscuridad. Estaba mirando al grupo que estaba actuando, hasta que vio la silueta de dos jóvenes cogidos de la mano. Los observó detenidamente, esperando que, en algún momento, algún rayo de luz proveniente del escenario los iluminara tan solo un instante. Cansado de esperar, encendió más luces como las que solo iluminaban el escenario en todo el local. Y todo pasó a estar iluminado por finos rayos azules y violetas, que decoraban una oscuridad densa con sus colores vivos. Y entonces los vio bien. Después de diez años, sus hijos habían crecido y cambiado mucho, pero no lo suficiente como para que un padre no los pudiera reconocer. Salió de detrás de la barra y se acercó a
ellos dando grandes zancadas.

–Gracias por venir. –Detectó en seguida la desconfianza en la mirada de Laila. – De verdad, muchas gracias. – Y se quedó observándolos como ensimismado. Las mejillas sonrosadas de su hija pequeña, su pelo anaranjado cayendo en infinitos mechones rizados sobre un chaquetón verde que la envolvía. Y su hermano, cabeza y media más alto que ella, ya era todo un hombre, con espaldas anchas y brazos poderosos, y un rostro pálido en el que sus imponentes ojos azules eran el centro de atención. Aunque ya fueran dos personas adultas que se podían valer por si mismas, no podía evitar
ver en ellos a los dos niños pequeños que fueron un día.
–¿Para que querías que viniéramos? – Después de dejarse observar por un corto momento, Laila no pudo evitar soltar un comentario directo. Erik le apretó la mano y le soltó una mirada ligera que parecía decir: “déjame hablar a mí”.
–Son buenos estos chicos, ¿verdad? – Dijo señalando al grupo que estaba actuando. Al ver la mirada de rechazo de su hija se quedó en blanco.
–Nos alegramos mucho de que hayas venido, Víctor.

“Habla por ti”. Laila se sentía completamente fuera de lugar. Tanto aquel ambiente
ensordecedor, como la presencia de su padre, la irritaban. Él seguía tal y como lo recordaba. Alto, aunque no tanto como Erik, y muy delgado. Con un rostro que apenas tenía evidencias del paso del tiempo y una mirada gris escondida en unos pequeños ojos alargados. Incluso seguía luciendo el mismo tupé, aunque algo más canoso. Lo único que había cambiado era su forma de verlo.

–Me encantaría que algún día volvierais a llamarme papá. – Apartó la mirada con
resignación, siendo consciente de que se merecía que sus hijos respondieran de esa manera.
–Vas a tener que currártelo mucho.– Laila nunca podía evitar decir lo que pensaba, pero en
esa ocasión, sus palabras impregnadas de odio le hacían daño incluso a ella misma.
–Errare humanum est. –Tenía unas leves arrugas rodeando sus ojos que le daban un aspecto más maduro.
–Sed perseverare diabolicum – Le contestó Erik, comprensivo en todo momento.

“Pero preservar es diabólico” tradujo Laila mentalmente. “¿Cómo perdonar algo así? ¿Cómo es que Erik es capaz de hacer cosas que a mí me resultan imposibles de imaginar?”.
Quizás fuera por eso por lo que ella admiraba tanto a su hermano mayor.
Soltó la mano de este y se apartó de la conversación, observando a la gente que se
encontraba en el bar. Buscando caras conocidas. La mayoría eran chicos que estaban en su instituto el curso pasado, pero a casi todos los conocía solo de vista. No le resultaba nada fácil intercambiar más de cinco frases con un desconocido. Distinguió por el fondo del local a Lena, Robert, Ro y a su mejor amiga, Alina, sentados en uno de esos sofás con estampado de cebra que sobresalían de las paredes.
Se abrió paso entre la multitud que estaba en frente del escenario bailando las cutres canciones de un simple grupo de instituto, y con unas pocas zancadas llegó a su destino. Se sentó al lado de Ro, una chica algo mayor que ella, de infinitas piernas y brazos blancos, con un rostro redondeado y dos
grandes ojos almendrados que eran el centro de atención. Su siempre perfecto pelo castaño le caía en mechones lisos, rodeándole las mejillas. No la conocía mucho, pero era una chica simpática con la que solía coincidir en matemáticas.

–Hola chicos. – Laila no era precisamente el alma de la fiesta, pero siempre se hacía notar.

Todos respondieron a su saludo, y la incluyeron en la conversación.

–¿Qué opinas del grupo? – Quiso saber Lena, una chica rubia con tirabuzones bien definidos, rostro pálido y unos ojos grises que siempre lo miraban todo con una excesiva curiosidad. Laila y ella tenían la misma edad, de hecho, llevaban juntas en clase desde los tres años.
–Pues... Creo que...
–Son la peste – Intervino Alina – “Y tu corazón rugirá al ritmo del motor de mi cochazo” – Repitió una de las últimas frases que dijeron.
–Son penosos – Dijo Robert, un antiguo amigo de su hermano. – Deberían preocuparse por aprobar las 8 asignaturas pendientes que tienen todos y no por intentar sacar a flote un barco que ya está hundido.
–Creía que erais amigos, pobrecitos – Lena pareció molestarse con el comentario de Robert, que le pasó un brazo por encima, y enredó sus dedos en los tirabuzones dorados de Lena.
–¿Pero qué sentido tiene esa frase? ¿Tu corazón rugirá? ¿Mi cochazo? – Alina seguía dándole vueltas a lo mismo, buscando rápidamente con sus ojos verdes a alguien que le hiciera caso.
–Es una metáfora. – Laila intentó centrarse en la conversación para intentar evitar pensar en su padre.
–¿Una metáfora? Es una letra horrible a secas.
–Se refiere a que cualquier mujer podría enamorarse de un chico con dinero. – Intervino
Robert.
–Encima de malos, machistas. Pensaba que no se podía ser peor.

Volteó la cabeza, buscando al grupo con la mirada, pero en su lugar vio un rostro pálido
conocido abriéndose paso entre la multitud. “¿El chico del aeropuerto?”. Lo siguió con la mirada con dificultad, hasta que se perdió entre el gentío. Se levantó y corrió hacia el gran grupo comprimido de personas que bailaban aquellas “horribles” canciones. Se lanzó a ellas sin pensarlo dos veces. Todos eran más altos, y se sentía agobiaba al verse rodeada de sudorosas espaldas que la estrujaban. Aun así, consiguió seguir la llamativa melena rubia que resaltaba entre la apagada multitud. Y cuando creyó haberla alcanzado, su alta y corpulenta silueta desapareció entre las luces azules y violetas.